domingo, 3 de octubre de 2010

El resentimiento de un sapo muerto:


No fue nuestra intención.
En el momento justo, cuando estábamos dejando caer nuestras mochilas en el asiento, el sapo apareció. Luego, una humedad caliente nos salpicó la cara.
Nacho gritó. Yo me limité a limpiarme la sangre con la corbata. Por lo visto, lo habíamos aplastado. Y desde entonces, su fantasma no ha dejado de estorbarnos.
En los exámenes que requerían la mayor concentración, sólo nosotros dos lo oíamos croar; un gorgoteo constante y enloquecedor que nos taladraba la cabeza mientras nos mordíamos los labios o masticábamos la birome en busca de respuestas a preguntas engañosas. Durante las mañanas de otoño, se hacía imposible tomar asiento; el frío no se soportaba, las tablas de las sillas estaban prácticamente hechas un hielo. Dicen que cuando existe la presencia de un muerto, ésta se revela bajando las temperaturas, pero aquello era exagerado. ¡No había sido más que un sapo, por Dios! ¡Un repugnante y baboso anfibio! ¿¡Que tanto resentimiento podía guardar una papada de gordo con ojos saltones y amarillos!? Algunas veces, cuando nos levantábamos a sacar punta, el desgraciado croaba de manera tal que toda el aula podía escucharlo y hacía que la profesora nos castigara por flatulentos. Durante los recreos, cuando nadie quedaba en el salón, regaba su baba corporal sobre todas nuestras hojas. Mis apuntes de biología parecían el pañuelo usado de un bebé con sinusitis. Los de Nacho…bueno, Nacho no tomaba apuntes. Lo cual podía ser considerado peor, porque el espíritu viscoso le arruinaba las hojas blancas, sin uso. La profesora se ponía histérica tratando de encontrar al culpable de aquellos vandalismos. Podía solicitar muestras de saliva de todos los alumnos en la escuela, que nunca lo hallaría, por más que supiera que éste reposaba sobre su falda en la mayoría de las clases. Estando allí, nosotros, no podíamos acercárnosle. El sapo podía estar muerto, pero su fantasma no era estúpido.
Intentamos cambiándonos de lugares. No funcionó. Quisimos quemar la silla donde lo habíamos aplastado, pero la ordenanza las mezclaba al limpiar y no teníamos ni idea de cuál era. Aquel invierno sufrimos como vacas en el desierto.
Pasó también la primavera y el sapo seguía ahí.
Se acercaba el fin de clases y nuestras notas eran malísimas; los informes a nuestros padres decían que teníamos alguna clase de desorden de atención y cosas por el estilo. Lenguaje académico para decir que no hacíamos un pedo. Mamá me abofeteó y me sacó la computadora. A Nacho no le fue tan mal; vivía con sus abuelos y ambos eran miopes; así que, cuando llegaron los papeles a su casa, mi amigo les leyó lo que ellos necesitaban escuchar. Me reí un rato cuando me lo contó, y él se rió también cuando le dije que íbamos a repetir el año.
Afortunadamente, la noche antes de los exámenes reintegradores de materia tuve una revelación. Vino a mí mientras contemplaba absorto el poster de Los Tomates Asesinos que colgaba junto a mi cama. No parecía ser una solución definitiva, pero podía funcionar. O intentábamos eso o recursábamos noveno.
¿Estás seguro de esto? me preguntó Nacho quitándose la mochila de la espalda.
La verdad que no, pero no se me ocurre otra cosa. Lo único que necesitamos ahora es distraerlo para terminar los exámenes, después se verá. ¿Trajiste lo que te pedí?
¿Acaso no lo olés?
Nacho sacó una bolsa hedionda de basura del interior de su mochila y me la tendió. La tomé con la punta de los dedos y conté hasta cinco antes de arrojarla a través de uno de los ventanales rotos de nuestra aula. Todavía teníamos media hora antes de que comenzaran a llegar los demás, así que antes de escondernos en los baños hasta la hora de la formación nos aseguramos de que la bolsa se hubiera roto, esparciendo la basura por todo el piso, bajo los pupitres.
El Himno a la Bandera nunca me pasó tan rápido como aquella mañana de finales de noviembre.
—¡¿Qué es eso!? —gritó Adelina Parra desencadenando a las demás—. ¡Qué asco!
Un nubarrón de moscas verdes se alzaba sobre los restos de comida descompuesta que poblaban el salón. Algunas de mis compañeras se pusieron las manos contra la boca y retuvieron el vómito. Otras emitían arcadas exageradas; tan fingidas que sus rostros me dieron risa. Chicas de 14 y 15 años: habrían vomitado de tan solo ver una araña si con eso lograban que después se hablara de ellas.
—Para bien o para mal, mientras sigan hablando de mí, ¿no? —le susurré a Nacho, mientras veíamos cómo Nancy Smith daba saltos espasmódicos como si un muerto hubiera sacado la mano de la tierra y le jalara de la falda. Cuesta olvidar que la única meta de esta chica era conseguirse un novio para que le comprara alfajores en el quiosco de la escuela. Pero eso ya no viene al caso; es sapo de otro pozo.
—¿Y qué pretendés que pase ahora? —preguntó Nacho—. Porque, la verdad, no entendí muy bien cuál era la idea.
—Ya vas a ver. Esperá.
Y eso hicimos, esperamos. La ordenanza limpió los suelos y echó Raid para matar el enjambre de moscardones verdes que se había producido. Los pequeños cadáveres caían uno por uno, sacudiendo frenéticamente las alas en un último intento por huir. Pero allí fallecían, de espaldas, sobre la madera tibia de los bancos.
—Si alguien pensó que con esta broma iba a postergar los Reintegradores, se equivocó —exclamó la profesora con aire empedernido y petulante—. Ya perdieron cuarenta minutos de su tiempo. ¡Métanse al aula!, solamente les quedan veinte para terminar el examen.
Nacho y yo tomamos asiento y le rogamos al Jesús que colgaba sobre el pizarrón que, por favor, el plan hubiera surtido efecto.
Podría decirse que lo hizo. El sapo saltaba de escritorio en escritorio, tratando de cazar los espíritus de las moscas que revoloteaban por el aula. Hacía mucho más frío que en los meses anteriores; vapor gélido salía de nuestras bocas, pero, al menos, eso no nos impidió pensar ni concentrarnos en la prueba.

Leandro Puntin

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